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El simplismo como amenaza social


Hace unos días discutía yo con un tuitero que afirmaba que el problema del hambre en el mundo se resolvía con "una correcta distribución de los alimentos que existen y que dan para todos".
Este tuitero anónimo no es sino uno más de los muchos personas que ven los problemas con un simplismo que deberíamos empezar a considerar como un desafío educativo de primer orden, como un problema de salud conductual, como una amenaza a la sociedad y a la posibilidad de resolver nuestros problemas. 

Para tratar de explicarle la complejidad, le puse un caso muy sencillo: en la República Centroafricana hay 2,5 millones de seres humanos hambrientos. 

Para mantenerlos en los límites de la nutrición es necesario aportarles mil calorías diarias a cada uno, 2.500 millones de calorías. 

Las mil calorías para cada uno son 100 gramos de maíz, por lo que el problema de la desnutrición en ese país se resuelve con 250 toneladas de maíz.


Diarias. Todos los días. De todas las semanas. Todo el año. Para siempre.
Sólo para un país.
Y el problema del hambre no son sólo los 2,5 millones de la República Centroafricana. 
Es que hay 795 millones de personas que no tienen alimentación suficiente para vivir de manera sana y digna. 
El coste y esfuerzo de distribuirle alimentos a todas esas personas gratuitamente simplemente es inasumible, si es que fuera físicamente posible, que es de dudarse. 
La solución propuesta, "la distribución", pues, comporta en sí una serie enorme de problemas, de cuestiones logísticas, técnicas, políticas, prácticas y económicas que es evidente que el tuitero y quienes repiten este mantra no se han detenido a considerar.
Pero la solución es incorrecta. "La distribución", aún consiguiéndose, no acabaría con el hambre. 
La realidad es tan enormemente compleja que deben encontrarse soluciones, primero, para que esas personas puedan producir más alimentos en sus propios países o entorno, con mejores técnicas de cultivo, mejores pesticidas, fertilizantes, variedades adecuadas al medio ambiente ya no de cada país, sino de cada región o subregión, de cada clima y microclima, riego, implementos de labranza... y cultivos que además sean adecuados a la cultura, costumbres y hábitos alimenticios de esos 795 millones de personas que son tremendamente distintos; no son una masa de personas que se igualan como "hambrientos" sino que están habituados a comer ciertas cosas y saben cultivar de cierto modo y las inercias sociales son a veces aterradoras. 
Y hay que añadir la necesidad de soluciones políticas, sociales, religiosas, étnicas y bélicas indispensables para que se pueda cultivar o criar el alimento con seguridad y tranquilidad.
Sudán era un país de abundancia y su zona sur, Equatoria, en particular, era considerada "el granero de Sudán". 
No era un país africano hambriento estándar de ésos que la imaginación occidental se confecciona con fotos de pornografía de la miseria, niños de vientres hinchados por la disentería, moscas y bracitos medidos con perversa precisión por quienes piden dinero a los culpabilizados europeos. 
Era un país bien alimentado. Hasta 2003. Hoy 400.000 personas en Equatoria sufren inanición y 1,5 millones de sudaneses en total corren el peligro de morir de hambre. 
El problema no es la distribución, es la política. 
Dos grupos se han levantado en armas acusando al gobierno de despreciar a la población no árabe de Darfur, precisamente al sur de Sudán, en Equatoria. El gobierno respondió con masacres de no árabes y el conflicto se ha prolongado durante ya 15 años con un escalofriante saldo de genocidio, crímenes de guerra, brutalidad y desprecio a la vida, donde el hambre ha sido, incluso, una de las armas de la guerra.

El problema del hambre es un ejemplo, especialmente descarnado, de la incapacidad de muchísimas personas de concebir la complejidad de los problemas que enfrenta la humanidad, y de comprender dos elementos fundamentales. 

Primero, que no todos los problemas son causados por la maldad y, segundo, que no hay soluciones sencillas.


Esto resulta igualmente estremecedor cada vez que sale en los medios, con bombo y platillo, que un grupo determinado de personas "con una enorme conciencia ecológica" han diseñado una forma maravillosa de, por ejemplo, hacer sillas con veinte botellas de agua vacías, como paradigma de la necesidad de reciclar y de ser visionarios y de comprometernos con el bienestar de nuestro entorno y, cuando la lírica se salta todas las vallas, de "salvar el planeta".
Pero en Estados Unidos se hacen 137 millones de botellas de agua al día. Que serían suficientes para hacer 6 millones 850 mil sillas ultraecológicas al día. O 2.500 millones de sillas al año. 
Muchas de esas soluciones simplemente son una forma de mirar para otro lado y creer que las cosas son simples. 
Acabar con el problema de las botellas de plástico pasa por varios temas espinosísimos: a la gente le gusta la comodidad (y todo movimiento ascético tiene un problema grave, como podemos ver), las botellas son baratas, la publicidad para venderlas es eficiente... hay que concienciar a la gente de lo bobo que es comprar agua embotellada, que es tirar el dinero (comparado con tomar un vaso de agua del grifo, es carísimo), o encontrar la forma de reciclarlas efectivamente (y convencer a la gente de que las recicle en lugar de tirarlas por ahí... las campañas al respecto en los últimos 50 años han sido lentas y de eficacia limitada), o encontrar una solución mejor y competitiva que sustituya a las botellas de agua por otra forma igualmente conveniente y cómoda y barata pero sin que sea una monserga ambiental.
Creer que hacer sillas de botellas "recicladas" aporta algo es infantil. Es simplista.
Se pueden hacer 50 mil millones de flores cada año sólo con las botellas de agua de EE.UU. ¿Asunto resuelto?

La esperanza en que ocurra la magia permea mucho del pensamiento más noble y bienintencionado del mundo. Muchos luchan por una energía mágica que no contamine nada, que sea sostenible, verde, barata, limpia, que no tenga ningún efecto adverso sobre la gente, el entorno y la economía. 

No parecen tener las herramientas racionales para darse cuenta de que esa energía no existe fuera de los cuentos de hadas, que tenemos que hacer equilibrios, como en todo, en un juego de desventaja-beneficio.


Es lo mismo que se observa cuando la gente busca una forma de curación de sus males que no tenga efectos secundarios, que sea barata, que sea sencilla, que explique sin complejidades las causas de sus malestares y que los resuelva sin complicaciones. 
Eso ofrecen todas las pseudoterapias que "explican" una enfermedad tan endemoniadamente complicada como el cáncer en términos binarios (el cáncer lo provoca una "dieta ácida", "las emociones", "un hongo", "la vida moderna") y ofrecen curaciones sencillas y sin efectos secundarios (homeopatía, limón, kalanchoe, "biodescodificación", canciones, gotas misteriosas -Bio-Bac, MMS-) con certeza de curación al 100%.
Es la misma oferta de los populistas que con un "Make America Great Again" o un "Es necesario el cambio" hacen al votante pensar que todo lo que ha pasado hasta hoy en su país es producto de la maldad de algunos, de un complot creado por fuerzas subterráneas y maléficas (la casta, el deep state, los golpistas, el Ibex 35, los masones, los judíos, el FMI, el marxismo cultural, el feminismo, la ideología de género, los enemigos del pueblo) y que lo único que hay que hacer es votar al tipo de turno, habitualmente el del peinado raro, y por fin se inaugurará la república de la vida sin preocupaciones, helados para todos y un futuro con fresco aroma a cítricos que, además, curan el cáncer.
El simplismo parece una afección grave en el cuerpo social, y para remate, una afección enormemente complicada en cuyo agravamiento intervienen los medios, los políticos, los charlatanes de toda laya, los comerciantes desahogados, los publicistas, los tertulianos bienpagados y las ONG más sospechosas. 
Combatirlo debería ser prioridad de cualquiera que se dé cuenta de lo que está produciendo a nuestro alrededor.

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